Publicado en diario Clarín 7/5/2015
La combinación virtuosa entre el capitalismo, fabricante serial de desigualdad y la democracia, sustentada en la noción de igualdad, exige una amplia aceptación de la desigualdad social o la existencia de un robusto Estado de Bienestar.
Ninguna de estas condiciones han estado presente en nuestro país ya que por un lado existe un amplio impulso igualitario que erosionó fuertemente cualquier resignación a la subordinación social y se expresa a través de una difundida conciencia de derechos en todos sus estratos sociales complementada con alta capacidad de organización y movilización en pos de los intereses propios. Por el otro lado, el país no pudo, no supo o no quiso construir un Estado de Bienestar potente (a pesar de asignar un alto porcentaje de gastos a la política social) y nos ha legado un sistema fragmentario con servicios diferenciales de acuerdo al sector social al que se pertenece y de dudosa eficiencia y calidad.
Por estas razones la relación entre capitalismo y democracia ha sido en estas tierras, tensa y conflictiva. Una sociedad fuertemente demandante y organizada frente a un capitalismo incapaz de dar lugar a un sistema distributivo significativo, es la razón última de las frustraciones y resentimientos que han impedido el buen funcionamiento tanto de la democracia como del capitalismo ocasionando recurrentes crisis en la economía y profundas etapas de conflictividad política y social.
Así el sistema político ha oscilado entre populismos poco republicanos y gobiernos conservadores generalmente de signo autoritario, matizado con cortos “recreos” de liberalismo democrático. La original combinación de populismo y conservadurismo en contexto democrático del gobierno de Carlos Menem fue un híbrido que trasladó a su sucesor un dramático fracaso y no logró ni la prometida “revolución productiva”, provocando por el contrario una significativa desindustrialización ni el “salariazo” por el crecimiento del desempleo, de la precariedad laboral, de la pobreza y la desigualdad.
Los populismos responden e incentivan el perfil demandante de la sociedad sin atender a la salud del sistema de inversión y producción. No tienen anclaje sólido en el sector productivo, dependen de los recursos del Estado y su mirada no llega mas allá de la próxima elección donde juegan a todo o nada su sobrevivencia. Acceden con frecuencia al gobierno pero la permanencia en él está ligada a coyunturas favorables (posibilidad de amplio endeudamiento externo, remate de activos públicos, precios internacionales altos de los principales productos de exportación, etc) sucumbiendo cuando estas condiciones no existen (Perón/María Estela Martinez) o bien transmitiendo a otras fuerzas políticas la crisis del agotamiento del modelo.
Los gobiernos conservadores privilegian el incentivo a los procesos de inversión y crecimiento económico sin tener mayor cuidado por lo aspectos distributivos y no toman en cuenta la capacidad de resistencia de amplios sectores de la población que terminan haciendo fracasar sus intentos de disciplinamiento social. Una y otra vez desde mediados del siglo pasado, el freno a las demandas sociales significó amplio rechazo tanto de sectores medios como populares
El panorama electoral hoy nos presenta el siguiente probable escenario: un nuevo gobierno populista o un gobierno de estirpe conservadora junto al liberalismo democrático (algo inédito por cierto)
Un nuevo gobierno populista deberá dar cuenta de la herencia pesada que le deja el actual del mismo signo (algo también inédito) arrojando dudas sobre su viabilidad: populismo y austeridad no es una pareja que se lleve bien.
En el segundo caso, si la insistencia es resolver la herencia populista produciendo un shock de inversión y crecimiento pero descuidando la distribución, el resultado difícilmente sea diferente al de tantos otros gobiernos que fracasaron en el mismo intento.
Si por el contrario, alguno de ellos intentara la muy difícil tarea de conciliar producción y distribución, podría por cierto fracasar pero también podría dar lugar a una experiencia novedosa que rompa el péndulo que atrapa y asfixia al país desde hace mas de medio siglo y lo encamine hacia un horizonte de progreso sostenido.
Para ello el respeto a la República y la erradicación de la corrupción tan presente en el escenario de debate público es un requisito sin duda indispensable pero no puede sustituir un proyecto económico y social sólido sin el cual el naufragio está cerca del puerto de partida. Formularlo y llevarlo a cabo requiere de estadistas antes que de buenos políticos.
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